jueves, 14 de mayo de 2009

El desánimo del jardinero


Érase una vez un jardinero.

Aquel jardinero intentaba ser amable con todos los que lo rodeaban y no perdía la sonrisa fácilmente. Aprendió el oficio con dignidad y con muchas ganas e ilusión. Siguió formándose, pero poco a poco, la llama que prendía fuerte en su corazón y que hacía que todas sus plantas resplandecieran bonitas, un día, sin saber porqué, fue disminuyendo de intensidad.

Notaba como día a día cerraba su puño e intentaba derribar a golpes un muro de hormigón. Con la mano destrozada y ensangrentada, no notaba el dolor, puesto que era más la ilusión de hacer cosas la que hacía que se levantara todos los días a derribar el muro.

Y el pequeño jardinero, pobre imbécil se decía, se sintió sólo. Después de muchos tiempo, sólo.

No había sentido nada peor en su vida, que el desánimo. Después de unos pocos años preparándose para podar, para arreglar macetas y arrancar malas yerbas, estaba cansado de aquel jardín.

Las plantas eran ciegas y sordas a su trabajo. No hubo nadie que le rindiera un sencillo homenaje y que le dijera "qué jardín más bonito has formado". Y el pobre jardinero se sumió en una dura reflexión sobre si "podar árboles y arreglar macetas y arrancar malas yerbas" era lo mejor que podía hacer en su vida.

Un día, mientras volvía de trabajar, maltrecho y deprimido, y cuando estaba preparado para quitarse el uniforme y soltar las herramientas, volvió la vista a unas flores rojas, graciosas, redondas y frescas, que le saludaron al paso. Geranios. Carmencitas, las bautizó. Y viendo aquellas flores rojas comprendió que todo merecía la pena. Aunque tanto trabajara, y nadie lo viera, si él sólo podía disfrutar de aquella belleza comprimida en esos pétalos rojos, todo estaba en paz.

domingo, 3 de mayo de 2009

La Madre

A la mía.

Su vida empezó jodida.
El taxi giró en la gran vía a una velocidad de vértigo. El taxista no se podía quitar el susto de la cara y mientras agitaba nerviosamente un pañuelo blanco por su ventanilla, su mano derecha daba giros al volante con un exceso de habilidad y miedo, acojonantes.
En el asiento de atrás, La Madre se retorcía de dolor con cada contracción. Las piernas abiertas, las manos en las asas del coche. Lo único que le aliviaba era el traje rojo de seda que se había comprado semanas antes. Era ligero y suave.
Ahora había acabado de vomitar en el asiento, pero al taxista eso pareció darle igual, porque sólo le dirigió una fugaz mirada por el retrovisor.
- ¿Cuánto queda? - preguntó con el sabor ácido del vómito todavía en la boca.
- Usted aguante, señora. Por el amor de Dios, no deje de respirar. Aguante. - la voz le salía temblorosa. Como la de un niño que le cuenta a su madre que ha suspendido.
Justo a doscientos metros del hospital, ya supo que no llegaría. La cabeza del pequeño asomó entre sus piernas, precedida de un chorro de agua sanguinolenta.
De repente, el taxi frenó. El taxista paró el motor. La calle vacía, sólo para ellos. La Madre abrió más las piernas y con sus manos, nerviosas, comenzó a tirar de los hombros del pequeño, que salió deslizándose de su cuerpo. Todo se calmó. Todo se silenció. El taxi con las luces encendidas, era el único testigo de su venida. Y vino. A pesar de los pesares, allí estaba. A pesar de que su madre quedara en estado con dieciocho años y el padre pasara de Ella y de él, llegó. Llegó antes de tiempo. Pero llegó. Y en su cerebro, casi fetal, en sus neuronas, en sus conexiones sinápticas, se produjo la química. Se dieron las combinaciones necesarias para buscar dos palabras. Dos sensaciones que todavía no había aprendido. Y en su cerebro, casi fetal, apareció en forma de estímulos bioeléctricos y bioquímicos la combinación, "gracias Mamá".