Érase una vez un jardinero.
Aquel jardinero intentaba ser amable con todos los que lo rodeaban y no perdía la sonrisa fácilmente. Aprendió el oficio con dignidad y con muchas ganas e ilusión. Siguió formándose, pero poco a poco, la llama que prendía fuerte en su corazón y que hacía que todas sus plantas resplandecieran bonitas, un día, sin saber porqué, fue disminuyendo de intensidad.
Notaba como día a día cerraba su puño e intentaba derribar a golpes un muro de hormigón. Con la mano destrozada y ensangrentada, no notaba el dolor, puesto que era más la ilusión de hacer cosas la que hacía que se levantara todos los días a derribar el muro.
Y el pequeño jardinero, pobre imbécil se decía, se sintió sólo. Después de muchos tiempo, sólo.
No había sentido nada peor en su vida, que el desánimo. Después de unos pocos años preparándose para podar, para arreglar macetas y arrancar malas yerbas, estaba cansado de aquel jardín.
Las plantas eran ciegas y sordas a su trabajo. No hubo nadie que le rindiera un sencillo homenaje y que le dijera "qué jardín más bonito has formado". Y el pobre jardinero se sumió en una dura reflexión sobre si "podar árboles y arreglar macetas y arrancar malas yerbas" era lo mejor que podía hacer en su vida.
Un día, mientras volvía de trabajar, maltrecho y deprimido, y cuando estaba preparado para quitarse el uniforme y soltar las herramientas, volvió la vista a unas flores rojas, graciosas, redondas y frescas, que le saludaron al paso. Geranios. Carmencitas, las bautizó. Y viendo aquellas flores rojas comprendió que todo merecía la pena. Aunque tanto trabajara, y nadie lo viera, si él sólo podía disfrutar de aquella belleza comprimida en esos pétalos rojos, todo estaba en paz.