jueves, 19 de marzo de 2009

El Oscuro Poniente de Cádiz

Tumbado sobre la cubierta de la pequeña embarcación, notaba sobre su espalda el dulce golpe de las olas contra la quilla. Minúsculas, milimétricas, gotitas de agua del mar iban salpicando su cara y su pecho, refrescándolos. Su tez morena y su barba de muchos días, tenía el salitre reseco en la superficie. Hannón era un hombre de unos cuarenta años, con pelo castaño corto y una musculatura descomunal para la baja altura que poseía. Sus compañeros de embarcación se reían de él, a menudo, debido a ser el capitán de navío más bajo que existía en todo Tiro. Pero le respetaban y temían como a una vara verde.

Alguien gritó una orden y la embarcación viró al unísono unos veinte grados a estribor. El viento soplaba a su favor. Melkart había sido generoso con ellos porque habían hecho un sacrificio con palomas en la costa africana, durante unos días antes.

No era un secreto para nadie, el hecho de estar surcando unas aguas desconocidas. Aguas en las que nadie se había atrevido a navegar. Monstruos marinos y el fin del mundo amenazaban con recortar sus vidas más de lo normal.

Pero Hannón era un jefe con dos cojones. Nadie ni nada le hacían temblar.

- El mar, aunque hagas las cosas bien, siempre te acaba comiendo - solía decirle a sus marineros.

Siguieron adelante porque, entre otras cosas, había pasta de por medio. El faraón Necao había prometido un buen pellizco si lograban encontrar Tartessos, la tierra donde el oro y la plata no tenían fin.

El viento había cambiado, y eso hizo presagiar a Hennón que pronto deberían tomar tierra para no tener que navegar de noche, puesto que en esa época del año no era peligroso la navegación diurna, en unas aguas tan poco transitadas.

De repente, Eleazar, uno de sus marineros más jóvenes, gritó algo ininteligible. Eleazar vigilaba la proa y todo lo que hubiera flotando o a lo lejos. Al repetir el grito, ya logró entender lo que decía. Tierra. A la vista.

Efectivamente, a lo lejos, una bruma negruzca, azulona oscura, que a cualquier humano le hubieran parecido nubarrones muy bajitos, a Eleazar (que tenía un olfato marino fuera de lo normal), le pareció, directamente tierra. Manda huevos.

Hannón fue hasta la proa, mientras gritaba a los remeros, dos filas de veinticinco a cada lado de la pentecontera, que fueran dejando los remos tranquilamente.

No se distinguía bien esa supuesta tierra que el niñato de Eleazar había gritado a los cuatro vientos. Pero, diablos, probablemente lo fuera.

Se fueron acercando durante cuarenta largos minutos hasta una distancia de unos doscientos metros de la playa. Una playa vacía, desierta. El sol estaba ya casi al nivel del mar y empezaba a refrescar la tarde.

En un pequeño bote, llegaron a la playa y vieron que era de una arena exquisitamente blanca y fina. El azul del cielo era ligeramente diferente al que había visto en toda su vida de marinero. Y las aguas, también. Resplandecían con el brillo de los últimos rayos de sol.

Se sorprendió a sí mismo, sonriendo. Entornó los ojos, miro a izquierda y derecha, y a nadie vio en aquellas tierras lejanas. De repente, pensó en construir allí su recinto amurallado. Sí, aquella tierra tan bella, sería su resguardo. Gadir. Recinto amurallado.

En medio de la playa, rodeado de cuatro hombres, con los pies firmes en el suelo, miró al cielo y empezó a sentir que el viento había cambiado. Ahora soplaba, para él, el oscuro poniente de Gadir.





Tumba fenicia en la Ciudad de Kerkouane, con un fresco en su interior que representa una ciudad amurallada, que es justo lo que significa Gadir.
(tomado del blog: www.herakles-melkart.blogspot.com)

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