miércoles, 15 de octubre de 2008

Supersticiones

Serían las 11 de la mañana aproximadamente, cuando el soldado Adrián subió con una manzana y una taza de té a darle el relevo a su compañero. Desde la Torre se vislumbraba toda la desembocadura del río Sancti Petri, con una ligerísima bruma a ras del mar. Era un día de Todos los Santos y la gente estaría probablemente yendo a los cementerios de Cádiz y El Puerto, a poner flores frescas en los jarrones y a limpiar los panteones con agua y jabón.
Era 1 de noviembre de 1755.
Adrián hizo lo que siempre hacía los días que estaba de guardia. Dejó el rifle apoyado en la esquina de la garita y sacó su navajilla (se la había regalado un primo de Murcia) para pelar la manzana. La taza de té, aun humeaba considerablemente, cuando empezó a agitarse en la mesa en la que estaba. Adrián sólo pudo levantar los ojos de las cáscaras de manzana, cuando sus pupilas se dilataron al máximo. No podía dar crédito a lo que veía en el horizonte. Todo el mar que rodeaba la pequeña isla de Sancti Petri donde se encontraba él, se había retirado como si Dios hubiera quitado el tapón del desagüe en algún punto del fondo. Se levantó horrorizado y para entonces ya habían subido sus dos compañeros a la torre para encontrarse con él.
- ¿Qué está pasando? ¿Qué cojones está pasando? - le reiteró Carlos, el soldado más joven de la Brigada.
- No tengo ni idea, Carlitos. Pero debemos quedarnos aquí, ahora no es buen momento para salir fuera.
Dicho esto, se dio cuenta de la gran tontería que acababa de soltar. No sabía cómo se iban a ir, si andando por las rocas o en la barca, remando sobre el polvo, puesto que estaba apoyada sobre la quilla en la roca. Minutos antes, estaba balanceándose en la pleamar.
- ¡Mirad allí! - gritó Adrián, señalando con el dedo en una dirección donde se apreciaba, junto a las rocas y escolleras, unos grandes sillares de piedra, a unos 70 metros de donde estaban. Aquellos sillares podrían formar, como en un dolmen prehistórico, las paredes y el techo de un edificio, que por el tamaño de las piedras, debía ser inmenso. Al retirarse las aguas, aparte de llevarse todo animal viviente, cangrejos, peces y demás, se llevó también algo de arena del fondo. Gracias a eso, los 3 soldados observaron con los ojos entornados cómo había pequeñas piezas que brillaban en la arena.
- Es oro, seguro. Estoy convencido. Ese es el templo de Hércules. ¿No habéis leído la historia? Se dice que se sitúa sobre la isla donde estamos. Y es ése. Seguro. Dicen que estaba lleno de oro y piedras preciosas cuando lo abandonaron - soltó Carlos de un tirón.
- Sí y la Virgen del Rosario ha retirado las aguas para que nosotros tres seamos ricos. ¿No te jode? - se burló Adrián.
- Vosotros decid lo que queráis pero yo me bajo ahora mismo de la batería y voy a por el
oro. Ya veremos quién es rico cuando acabe el día.
Dicho y hecho. Carlitos, el joven Carlos, de diecisiete años de edad, se bajó a ras de la arena, que había sido mar unos minutos antes. El sol apretaba con fuerza, a pesar de estar en noviembre. Una vez saltó por un par de grandes rocas, y se encontraba a ras del "fondo" del mar, les gritó un "eh" agitando los brazos nervioso. Acto seguido se dio la vuelta y corrió hacia el templo de Hércules que le esperaba desde hacía tres mil años.
Carlos se acercó pisando lentamente. Sus pies se hundían en una arena esponjosa y blanda. Casi fangosa. Cuando estaba a diez pasos del templo, una risita brotó en su cara. Oro. Se agachó y cogió lo que parecía una pequeña estatuilla de un tipo con un gorro en forma de cono. No se lo podía creer. Se le había olvidado el raro hecho de que las aguas se retiraran como en un par de kilómetros mar adentro. Se giró e increpó a sus compañeros: - ¡Oro! ¡No me creíais, eh! ¡Oro! - Se volvió a girar y estuvo un par de minutos agachado desenterrando todo un ajuar fenicio de la arena. Collares, monedas, candelabros, trozos de ánforas aquí y allá.
Tan ocupado estaba que no escuchó los gritos de sus compañeros pidiéndole que volviera. Que una bruma negra se veía en el horizonte. Adrián no paró de gritar una y mil veces. Pero Carlos no escuchaba. Sus ojos sólo respondían al oro, a la plata y al bronce.
Sólo después de varios minutos gritando, levantó la cabeza y le pareció leer en los labios de Adrián un "¡corre!". Al volverse, no tuvo tiempo ni de gritar. Una ola gigante, nacida de la nada, le golpeó en la cabeza. Y todo se volvió negro.


Me he permitido escribiros un pequeño relato hoy, para hablaros de varias cosas. Lo primero, es que los andaluces somos unos supersticiosos de la leche. Nada de hablar de serpientes. Nada de echar el agua con la mano izquierda y al revés. Nada de abrir paraguas en casa. Nada de poner dinero en la mesa, ni el pan boca abajo. En fin, toda una refriega de compulsiones que resultan incluso simpáticas.
Todo esto se multiplica por mil, si a las compulsiones le añadimos el fenómeno de la religiosidad andaluza. Yo, que soy creyente, y por supuesto devoto de María Auxiliadora (la Virgen de Don Bosco), no dejo de creer en los miles de milagros de la Madre de Jesús. Pero, como decía ayer, "esto es Cádiz".

Resulta que el relato que os acabo de hacer, no es más que un reflejo imaginario del maremoto que azotó a Cádiz en 1755. Los maremotos siempre vienen precedidos de un fenómeno sísmico, que en este caso, se desarrolló en Lisboa unas horas antes. Aquel accidente de la Naturaleza, inundó Cádiz. Murió mucha gente y cuentan que en la calle de la Palma (barrio de La Viña), las aguas llegaron hasta un nivel superior a un metro. Pues bien, el cura junto con los vecinos, sacaron a la Virgen en procesión y al llegar a una determinada altura en esa calle, las aguas se pararon y no subieron más. En dicho lugar, años después pusieron un cuadro, con la Virgen de La Palma y una placa conmemorativa.





En la foto de arriba, la Calle de La Palma con el famoso cuadro.
En la foto de abajo, la leyenda que reza justo debajo del cuadro (la raya en medio de la placa indica el nivel que alcanzó el agua)


Mis queridos lectores. El pasado viernes, dicho cuadro fue retirado de la calle, porque están rehabilitando la finca en la que está colgado. Un día más tarde, el sábado 11 de octubre, se produjo el mayor diluvio en Cádiz en los últimos 40 años, inundando garajes, arrancando árboles y creando socavones en la playa de varios metros de profundidad. Ya está todo servido en bandeja.
Me encanta Cádiz. Y sus supersticiones.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

..aunque el color amarillo(dicen que esta maldito para los artistas) es gloria bendita para los cadistas..

GADES27

Anónimo dijo...

Se te olvida un detalle, querido. No había cementerio en Cádiz en 1755. Hasta la ordenanza municipal de 1800, que obliga a enterrar a los muertos en cementerios, aquí la gente se enterraba en las iglesias y en el campo del rey (lo que hoy es el Falla). El primer cementerio gaditano, y ya único, fue el de San José, que se inauguró en 1801 y que contrariamente a lo que se piensa no se llamó así por el barrio, sino porque San José es el patrón de la Buena Muerte.
Pero es muy bueno tu relato, sí señor.

CHANO dijo...

Si supieras que yo he pensado lo mismo que tú....mover el cuadro y toma agua.....Supongo que este pensamiento a medias que hemos tenido es sinónimo inequívoco de nuestra genetica. ¡Qué importante es la sangre! Por eso te gusta a tí, tanto en los quirófanos, y a mí, con tomate o con cebolla en un platito....Felicidades por el relato.

Anónimo dijo...

un relato muy interesante,y bonito.
Felicidades está muy bien narrado.