miércoles, 29 de octubre de 2008

El olor de la madera

A mi padre, que acaba de cumplir años


Algar, Cádiz. Noviembre de 2008


La brochita se movía con gracia y garbo por el terreno. Unos dedos ágiles la movían a derecha e izquierda, retirando cada gramo de tierra alrededor. Esos dedos eran de Rosa, que trabajaba escuchando el ruido de las palas que violentamente cavaban el suelo del camposanto. Un olor a tierra húmeda y fresca se entremezclaba con el olor a rancio, a viejo.
Después de una hora y veinte minutos de trabajo, logró el objetivo. Desenterró superficialmente los dos fémures, varias costillas y un par de cráneos que era lo único que quedaba ya en la fosa común que habían abierto hacía cinco días. Calculó que hasta unos cuarenta y ocho cráneos habían visto la luz en ese período. Sólo quedaba llegar al fondo de aquella terrible trinchera de la muerte, para dar por terminado el trabajo. Rosa era de esas mujeres que no necesitan a nadie que les dé ordenes ni que les mire por encima del hombro. Para eso ya estaba ella. Tenía un carácter que a pocos gustaba. Era empecinada pero trabajadora. Y desde que la Asociación para la Memoria Histórica de la Provincia de Cádiz se puso en contacto con cuatro arqueólogos para desenterrar las fosas de la Guerra Civil en Cádiz, entre los que se incluía ella, estaba ilusionadísima con la idea de devolver a las familias los restos de sus seres más queridos.
Ahora estaba allí, con su ropa de trabajo: vaqueros raídos, camiseta manchada, deportivas Nike y su cola de caballo recogida pulcramente bajo una gorrita de propaganda.
Al momento le pareció que veía una delgada línea dorada entre los grumos de tierra fresca. Dirigió su atención hacia aquella zona y apareció al momento, ante sí, la redondez de una medalla de oro. Retiró la tierra con la brochita y se limpió el verdín de la medalla en su camiseta. A simple vista no veía ningún nombre, pero al darle la vuelta, en la cara opuesta apareció una efigie femenina rodeada por un aura. Era la medalla de una Virgen. Y le pareció que aquella Virgen que tenía ante sí en aquella joyita de tres centímetros de diámetro era la mejicana. La Virgen de Guadalupe.

72 años antes...
Agosto de 1936

Una vez más, los olores del serrín y la madera recién cortada le inundaron las fosas nasales al dar el primer paso tras cruzar la puerta de la carpintería.
La sensación de calor en el monte era ya claramente un hecho. Desde hacía días, a mitad de mañana no se podía estar en la calle sin una gorra, un pañuelo en la cabeza o un buen botijo cerca. Ramón trabajaba en la carpintería de su padre. Una carpintería que surtía de ruedas de carromato a toda la Sierra de Cádiz.
Le encantaba ese momento del día en que, mientras los demás protestaban malhumorados por el comienzo de la jornada laboral, él tenía esa sensación dulzona y alegre de oler, de nuevo, un día más, la madera.
Su padre, como siempre, trabajaba cuadrando los radios de las ruedas con su martillo en la mano.
- Hay faena que acabar para mañana, niño. No te despistes ni un minuto - le susurró su padre. Y no hacía falta que se lo dijera pues Ramón era el mejor carpintero en cien kilómetros a la redonda.
Ramón, poco hablador, agachó la cabeza y se dispuso a acabar de lijar la pila de radios que tenía sobre la mesa. Era una de las tareas que más le gustaba. Le relajaba lijar, depurar las imperfecciones que la Madre Naturaleza había creado en la madera. Las vetas. Los nudos. Cada veta, un puñado de años que, de pronto, asomaban ante sus ojos.
Cuando acabó el descanso, por la tarde, tras comer un potaje de garbanzos y acedías de Cádiz, vio aparecer al cabo Alonso acompañado por dos soldados, empezó a pensar que algo no iba bien del todo.
- Buenas tardes, Ramóncito. ¿Está tu padre ahí dentro? - le espetó el cabo, que aparte de la fama de asesino cruel, las malas lenguas decían que en determinada localidad de Granada, se le expulsó de la Comisaría, por descubrirle con lencería fina en poses no muy castrenses.
- Sí, mi cabo, ahí está acabando unas ruedas - acompañando la frase con un gesto leve y educado a la par hacia el interior de la carpintería.
- Y no me llames mi cabo, coño. Que tú ya acabaste el servicio militar, si no me equivoco.
- Así es, mi ca..., cabo Alonso. Disculpe. Es la costumbre, ¿sabe?
Y sin contestarle, el cabo Alonso y sus dos condiscípulos entraron en la carpintería, que a esas horas sólo contaba con vida aparente, por los martillazos y canturreos de copla que se perdían entre los montones de tablas.
Ramón ni entró. Sólo vio salir a su padre con los tres militares y despedirlos en la puerta. El rostro lívido del maestro de la carpintería no presagiaba nada bueno.
- Tienes que irte. Esta misma noche. Si no, te matarán. Alguien ha dicho que eres un rojo de mierda - su voz no despertaba temor ni odio, ni rabia, ni siquiera temblaba. Su padre dijo aquello con la misma naturalidad que podría haberle dicho "ve al río a por agua", o "lleva estas ruedas al molino". Sólo sus ojos traducían la angustia de lo que les trasmitía el cabo Alonso, con aquel cinismo fascista.
Lo que quedaba de tarde, lo pasó haciendo un pequeño abrecartas para su tía Antonia, que siempre le estaba dando la vara con si tenía que ir reuniendo un ajuar para cuando se casara, a pesar de que fuera un chico, y que ay que ver que no me has regalado nada con la madera esa que tenéis ahí en la carpintería, siendo yo tu tita favorita, eso no puede ser, y mira que estás guapo y mira que bien te sienta el pelo corto. En fin, las cosas de los pueblos.
No concebía la idea, vagamente reflejada frente al proyecto de abrecartas que tenía entre las manos, de abandonar Algar. Él nació allí, se crió allí. No estudió, pero su trabajo, su vida y quién sabe si su mujer también le esperaba allí. Con sólo veintitrés años no se podía abandonar a una familia.
Todo esa situación se desarrolló por culpa de su amigo Tomás Valle. Tomás y la madre que lo parió. El día del invierno de 1935 en que le prestó en medio de la calle Real, el "Platero y yo" de Don Juan Ramón Jiménez, que había pertenecido a su tío Lolo, el mayor putero del pueblo. Aquella tarde, varias vecinas quedaron murmurando ante el comentario inadecuado del crío de nueve años que está aprendiendo a leer y con toda la inocencia del mundo, gritó en plena calle, haciendo artificio de sus habilidades lingüísticas: "Mira, Pla...te...ro y yo", y está escrito por el rojo ese de Huelva".
Después de aquello, hubo un par de advertencias no demasiado serias, indirectas más bien, para que se enmendara en su afán por leer prosa descaradamente inadecuada para aquellos comienzos del 36.
Pidió permiso a su padre, para salir antes de la carpintería y dar una vuelta por el monte, que no se le antojaba demasiado lejos. Mientras veía caer el Sol, se preguntó si sería el último atardecer que vería en Algar.
De camino a su casa, vió la camioneta de su vecino Pedro Cano en plena calle Real. Su amigo Tomás Valle y su tío Lolo, estaban montados en la parte de atrás, cubierta con un toldo.
- Ramoncito, ven pa acá - le gritó con voz baja "el Tomás".
- Pero, ¿qué coño hacéis ahí montados? ¿y por qué vais tan arregladitos si puede saberse? ¿Es que viene un ministro de Franco al pueblo?
- Anda ya, quillo. Déjate de pamplinas. Súbete a la camioneta, que nos ha dicho un amigo de mi tío Lolo que nos lleva a dar un paseo a Arcos, a la venta del maricón. Nos vamos a tomar un buen fino y unos chicharrones. Ve a tu casa a cambiarte, anda.
En el momento la idea no parecía mala, mientras su amigo Tomás se la contaba completamente excitado. Es más, le pareció que quizá sería adecuado hacer caso a su padre y desaparecer del pueblo durante una temporadita. A lo mejor, Arcos, Jerez, El Puerto y Cádiz (la ansiada Cádiz), sería un buen tour para estar fuera unos meses.
- Esperadme aquí que vengo enseguida - mientras decía esto iba andando hacia atrás y se giró para echar a correr calle de la Posada arriba a por una camisa y algo de dinero. Empezaría de cero. Estaba decidido. Unos meses fuera y luego volvería, cuando toda la situación se aclarara.
Cuando llegó a su casa, su madre estaba preparando puchero para la cena. Miró a su hijo y las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos como un manantial denso y brillante. Sin palabras, se entendieron perfectamente. A pesar de todo, Ramón le contó el plan que había tejido en los minutos antes. Se iría a pasar la noche a Arcos y al día siguiente ya vería qué pasaba. Su madre, al despedirse de él, en la puerta, le entregó la medalla de la Virgen de Guadalupe, que le había guardado el día de su comunión en una cajita de madera, labrada por su padre con la inicial de Ramón en la tapa. Como tantas otras cosas, su madre se había acostumbrado a guardar todo las cosas de cierto valor, durante toda su vida, para, al final, un día de esos, sacarlas de sus escondrijos y darles uso.
Ramón se despidió, poniéndose la medalla en el cuello, besándola previamente.
- Cada vez que la bese, te estaré besando a tí, Madre - y echó a correr por la calle abajo.
Con el rabillo del ojo sólo pudo ver la mano de su madre en el aire diciendo adios.

Tomás y su tío Lolo, le esperaban en la camioneta junto con otros tres chicos del pueblo, a los que Ramón conocía de sobra por su fama de revoltosos. Estos tres estaban sentados en un lado de la camioneta y Tomás y Lolo en el otro, de tal forma que quedaba un hueco en este lado.
- Hombre, menos mal que has llegado. Ya pensaba que habías cambiado de idea.
- Bueno, ¿cuándo nos vamos? - preguntó algo animado por la presencia de gente joven con ganas de pasarlo bien una noche de verano.
- Pues ahora mismo - gritó riendo desde el asiento del conductor un hombre alto y fuerte, con bigote, acompañado de otro bigotudo más flaco que se sentó al lado y le miró con una complicidad rara. Algo falla aquí, pensó Ramón.
El motor del camión arrancó tras cuatro intentos desaprovechados, y por fin, enfiló la Venta y el camino de Arcos.
Anochecía y empezaba a refrescar en el pueblo. Era raro, se veían gestos de preocupación en la taberna de Pepito Infame, lugar de reunión de los viejos del pueblo, y la gente a la que vieron, no respondía a los saludos que ellos profesaban, con burlas, desde la camioneta.
De repente, a la altura de la carretera en la que salía un carril más pequeño, las ruedas giraron inesperadamente hacia este, en vez de seguir su camino a Arcos.
- ¡Ehhhh! ¡Que nos vais a matar, coño! ¿a dónde vas por aquí, periquín? Por aquí no se va a Arcos.
Y por allí, no se iba a Arcos, efectivamente. La camioneta ronroneó al empezar a subir la cuesta de ese pequeño camino, pero finalmente, alcanzó velocidad suficiente para que los seis pasajeros traseros pasaran miedo. Los gritos de los seis, empezaron a hacerse más fuertes y pronto los golpes a la ventanilla del conductor que comunicaba con la parte trasera, se hicieron violentos y nerviosos.
Al final del pequeño camino, sabían lo que se encontraba. Tras una tapia blanca, de cal oscurecida, iluminada sólo por la luna y que desprendía unos picos de cipreses tímidamente elevados hacia el cielo de la serranía gaditana. El motor paró. Silencio. Voces que ordenaban bajarse del camión. El cabo Alonso. Los dos ayudantes. Llanto. Orina. La tapia del cementerio. Y nuevamente, se mezclaron en sus fosas nasales y en su cráneo los olores del serrín y la madera recién cortada. Y le pareció que, ya en el suelo, esbozaba una sonrisa.

OSCAR GIRÓN

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